Fuente: La lucha canaria «Lo Nuestro»
Por Bernardo Bravo Marín
Nació en Tías un cinco de enero de 1828. Desde muy joven practicó habitualmente nuestro deporte vernáculo para el que poseía una magnífica condición física. A estas dotes naturales se unen sus conocimientos sobre las mañas de la lucha, por lo que muy pronto se convirtió en uno de los mejores del momento. Tanta fue su fama que nuestro paisano de Yaiza, Isaac Viera, escribió del mozo de Tías lo siguiente:
El pueblo de Tías en Lanzarote reta a luchar al resto de la isla. El desafío se lleva a cabo la víspera de la noche del día de Nuestra Señora de la Candelaria, patrona de aquel vecindario.
Los más afamados luchadores acuden como un solo hombre al sitio designado para el torneo que es la plaza de la iglesia donde se venera la imagen tan querida de los isleños.
Al resplandor de una gran hoguera que se alimenta de tabaibas y de aulagas, se ven los atletas que llegan ávidos de medir las fuerzas de sus músculos y su inteligencia, con los hijos de aquel pueblo que tantos cam¬peones ha producido en este deporte genuinamente canario.
Comienza el duelo; los desafíos llevan la mejor parte.
Los de Tías van a todo trance, perdiendo terreno.
Entre la gente de ese bando se apodera la idea de la derrota, por lo que se observa, a primera vista, que ni sus más prestigiosos elementos logran con chacotas y palmoteos, reanimar el espíritu de sus maltrechas huestes.
Han caído ya casi todos los buenos luchadores de Tías. Pronto dado el cariz que presenta la luchada, sonará el mágico grito de ¡victoria! en las filas de la coalición.
Cabrera, el de Tinajo, Blas Marrero de Yaiza, y el maestro de los luchadores, el celebrado Cabrerita, de Teseguite, son los dueños de la situación, que en más de una ocasión, con su indómita pujanza, hizo rodar por tierra a muchos atletas que creían invencible.
A defenderá los suyos, a los caídos, se presenta en el terreno el «hércules» isleño, don José Manuel Fajardo, y ante esa mole inconmovible de carne y hueso son irrisorias las levantadas, los traspiés y todas las luchas más hábiles y eficaces de los vencedores, que, como mal forjados castillos de naipes, cayeron a impulsos del coloso Fajardo, vengando a sus convecinos, convecinos, es el vocero del triunfo de su pueblo. Juega con los hombres más fuertes a la manera que los niños con muñecos de cartón. No hay quien derribe al titán. Los más forzados adalides han mordido el polvo del vencimiento.
La lumbre es ya mortecina a causa de la escasez de combustible. La contienda toca a su término, porque casi todos los luchadores han quedado fuera de combate.
De pronto surge en la plaza, otro gigante, de apostura gallarda, de bien torneados brazos y gordura pagana, vestido de calzón corto y luciendo camisuela de hilo crudo. Aquel con mentón roblesco pega con Fajardo, y a penas agarrado, lo tumbó por una «burra». La inesperada caída de don José Manuel levanta clamores rumorosos entre los hijos de Tías y produjo enorme algazara y tempestades de aplausos entre la gente del resto de la isla.
Como las débiles llamaradas de la hoguera medio extinta no arrojan luz bastante para percibir en todos sus pormenores la fisonomía del mancebo vencedor, el que por arte de encantamiento desaparece de la plaza, aprovechando la confusión y el tumulto del público que se agolpan, intentando en vano reconocerle todos los circunstantes se preguntan sorprendidos, estupefactos:
¿Por qué ha huido ese mozo?
¿Quién es él?
La luchada terminó, habiéndose los más peregrinos comentarios acerca del misterioso joven, héroe anónimo, que rehuyó recibir los parabienes de los atónitos espectadores.
Al retornar a su casa, don José Manuel Fajardo, cariacontecido y apesadumbrado por el desastre, encontró a su señora, que le esperaba sentada en el alféizar de la ventana, como de costumbre.
-¿Como ha estado la luchada?, preguntó doña Luisa, que así se llamaba la esposa de Fajardo.
-Todos los luchadores de ‘Tías cayeron, incluso yo. -¿Tú también?
-Me pegaron un lomazo que aún me duele la rabadilla. -¿Y quién te tumbó?
-Un mocetón de mi misma estatura que nadie supo quién fue, porque desde que caí desapareció como una centella. Algunos dijeron que era el diablo, disfrazado de hombre de campo.
-El que te tumbó fui yo, dijo doña Luisa, lanzando una carcajada y añadiendo: -supe por la sirvienta que estabas en el terrero y que habías tirado a todos los luchadores, y entonces, marchamos yo y mi criado a la plaza, para tener el gusto de darte un buen «leñazo», como el que alcanzaste para tabaco.
– Mira, replicó el marido: desde que me echaste la «burra», dije para mí: – no siendo mi mujer, no hay en Lanzarote quien tenga tantas fuerzas.
El matrimonio Fajardo, por su excesivo peso, inutilizó el camello destinado para sus viajes, partiéndolo por la jiba. Doña Luisa, que era tan alta y gruesa con su esposo, tenía un corazón de oro. Enjugó muchas lágrimas en el blanco lienzo de la caridad.
A los pobres de la isla todos los años el día de San Blas tan distinguida dama, en su propia casa, les servía una abundante comida. Las dádivas de esa mujer, buena y generosa, se recuerda aún con encomio entre la clase desvalijada de Lanzarote.
Si por su corpulencia extraordinaria la simpática doña Luisa causó la admiración de propios y extraños, por su inteligencia y sentimientos filantrópicos fue el ídolo de su pueblo.
Con verdadera devoción consagramos este recuerdo a su memoria.
Isaac Viera. Costumbres Canarias 1916
Como se puede observar en este relato, don José Manuel Fajardo fue un gran personaje en su época. Muere en su pueblo natal el 7 de febrero de 1911 sin dejar descendencia, pero, aún así, fue el propulsor de la dinastía de los Fajardo, fieles representantes de la lucha canaria en Lanzarote en el siglo XIX. Entre los luchadores de su familia destacaron: Cayetano e Ignacio Fajardo Cabrera en Tías, y Pedro Cabrera Fajardo, en Tahíche.