Fuente:
Archivo de: Óscar Torres Perdomo y Jesús Perdomo Ramírez
Pregón de las Fiestas de San Pedro
Mácher 1991
Por: José Umpiérrez Viñas
El alborear de una fe nueva y sin precedentes surgió en el Próximo Oriente hace 4.000 años. Los traumantes y unificados israelitas salieron en busca de la anhelada patria y fundaron una religión vigorosa, que ha sobrevivido a todas las religiones del mundo antiguo. Olvidemos por breves momentos el portentoso legado que los hebreos brindaron -orgullosos de sus nobles conquistas- a los pueblos que forman el abrigo de la espina dorsal de Israel, desde las neblinas de las montañas del Líbano hasta los lejanos valles del Sinaí.
Dos milenios más tarde. Jesucristo y los apóstoles, dejaron profundas huellas en Tierra Santa, predicando sin desmayo la portentosa nueva, y regando con sangre de inolvidables mártires, todos los caminos que conducen sin equívocos a la deslumbrante mansión del Reino Celestial.
Hoy, que mi ardiente fantasía va divagando por las cumbres del idealismo; y mi alma ya fatigada, se recreará en las floridas almenas del jardín espiritual. Escribo alborozado el pregón de la fiesta de San Pedro; pero intuyo que nos mirará con infinita tristeza, al comprobar que los hijos de su pueblo más amado, olvidan el sagrado deber de oír misa los domingos como es el deseo de las autoridades eclesiásics. ¡Atención amigos de restringida fe, como la del mísero pecador que os habla desde las tinieblas de la incertidumbre! Busquemos con verdadero afán las luminosas pistas que conducen a las almas pecadoras hasta un remanso espiritual. ¡Ánimo! No caigamos en el lamentable error de pensar que cuando nos llegue el póstumo momento de llamar tímidamente a la puerta del Cielo para que se nos franquee la entrada a tan deslumbrante Reino, encontremos un son¬riente guardián que nos mira con paternal afabilidad. No mis queridos compatriotas que caminamos distraídos por sendas estrechas y sin la luz de la antorcha luminosa que portaban en el mástil de la fe, los venturosos bizantinos. Encontraremos a nuestro Santo Patrón mirándonos con patético aflijo. Con voz emocionada y mano temblorosa nos indicará la difusa puerta del Purgatorio, en el que se purificarán nuestras débiles almas al desviarse del venturoso camino de la suprema felicidad y que sólo hallaremos en las altas y nevadas cumbres del reino del más allá.
Cuando sonriente y alborozado, hago un profundo análisis del feliz acontecer religioso del primer cuarto del siglo XX, mi corazón palpita de puro gozo al recuerdo de los plácidos coloquios familiares que antecedían a la oración del santo rosario, ofreciéndole gracias a nuestro Señor por concedernos la inmensa dicha de vivir en santa paz y grata armonía. ¿Qué se hizo del dulce encanto de tantas horas disfrutadas al reconfortante calor del hogar paterno? Los destemplados alisios del intruso modernismo, barrió con prolongado soplo de descomunal gigante de tiempos re-motísimos, nuestras costumbres más selectas y entrañables: patrimonio exclusivo de los seres que alimentan sus almas con la rica savia del amor espiritual.
Volvamos a los primeros decenios del siglo. Para hacerlo, utilizaremos las sendas convergentes que nos lleven al solidario compañerismo y mutuo entendimiento con los pueblos identificados con el estímulo de los valores cristianos, lazo de seda virgen con el que se atarán los vínculos del más glorioso futuro.
Retrocedamos con diplomacia de viejo, a los nacientes lustros del siglo: A los primeros albores matutinos que despuntaban por Oriente con bellas pinceladas de matices festivos, en esos nuevos amaneceres, en que los claros clarines patriarcales, desgranaban las delicias de sus notas musicales, llamando al trajín festivo a la prole familiar para acudir a la ermita del pueblo, con el aseo y pulcritud digna de toda alabanza en día tan señalado. Los rientes corazones de viejos, mayores, jóvenes y niños, palpitaban de inmensa felicidad al ir acompañando a su Santo Patrón por las engalanadas calles del pueblo en fiestas. Todas las almas piadosas se sentían transportadas, por manos misteriosas e invisibles a gloriosas mansiones ultraterrenales.
Nos hallamos en las postrimerías del siglo, caminando desconcertados por los desolados páramos de la incertidumbre. ¿Qué hacernos? ¿Adónde vamos sin la esplendorosa luz de la fe? No seamos caminantes sin rumbos bien definidos; orientemos nuestros vacilantes pasos por las luminosas sendas de los apóstoles; emulemos a los israeIitas de los tiempos bíblicos que fundaron la religión que muchos pecadores no queremos alimentar con el reconfortante maná de nuestra fe de cristianos.