Fuente:
Archivo de: Óscar Torres Perdomo y Jesús Perdomo Ramírez
Pregón de las Fiestas de Ntra. Sra. del Carmen
Puerto del Carmen 2012
Por: Antonio Pérez López
Por el cariño especial que siento por estas Fiestas del Carmen que hoy, una vez más, ponemos en marcha, y por los entrañables recuerdos de haber participado en la organización de las mismas junto a otros jóvenes de mi época, le doy las gracias a la Comisión de Fiestas de este año 2012 por haberme invitado a ser el pregonero en este emblemático lugar, el Varadero, símbolo de trabajo y sacrificio de generaciones marineras que nacieron en este querido pueblo llamado La Tiñosa.
Nací en los alrededores de este lugar en el que nos encontramos, justo al lado del supermercado Marcelo, y donde antiguamente estaba la tienda de Pepe Pérez, mi tío.
Mi madre, Caridad, con la ayuda de su abuela Joaquina, ejerciendo de partera, y con la colaboración de mis tías Matilde, Censa y Tita, me dieron la bienvenida a este mundo en la madrugada del 19 de mayo de 1947, es decir, hace 65 años, 2 meses y 14 días, en una casita prestada y de mínimos. Esta casita disponía de una habitación, una cocinita pequeña, un cuartito para hacer las necesidades y, eso sí, un patio grande y un aljibe con brocal de canto blanco de jable duro y puerta de madera donde más tarde pasaría mis primeros ratos de juego con mis caracolas de mar y mis vaquitas que llegaban con las primeras lluvias de invierno y que yo encontraba debajo de las piedras. El juego se interrumpía con el grito que me lanzaba mi madre desde la cocina: “Antonio, coge la libreta y dile a María – la de la tienda- que te dé un cuarto kilo de gofio, un cuarto kilo de fruta y una cuarta de vino para tu padre, que vamos a comer”. Supuestamente las batatas y el pescado ya estaban sancochados.
María cogía la libreta de fiaos y me apuntaba; si la compra me costaba un duro, dibujaba un redondillo con una cruz en el centro. Si costaba una peseta más, entonces ponía una cruz al lado. Si había que añadirle una perra gorda, trazaba una raya de arriba abajo y si faltaba la perra chica, dibujaba un redondillo pequeño junto a la perra gorda pero sin dejar mucho espacio entre sí. María no entendía de números.
La natalidad aumentó en mi familia y me siguieron seis hermanos más, de los cuales, tres nacieron en la misma casa que yo y el resto en la nueva vivienda del cavaero, actualmente calle Bajamar que desemboca en la antigua marea de los soldados.
La nueva casa estaba mejor acondicionada que la anterior, era mayor y tenía una habitación y un zaguán, una cocina pequeña de piedra y barro hecha por mi padre, un rinconcito para hacer las necesidades, un corral para la cabra, otro para el estiércol y un hoyo amplio cubierto con un chinchorro donde criábamos las gallinas; este hoyo se convertiría más tarde en el pozo negro del baño moderno. Con todo, ya teníamos lo fundamental para la subsistencia: mi padre trabajaba, la cabra daba leche y las gallinas huevos. No se cubrían todas las necesidades pero jamás se habló de crisis.
Infancia con sabor marinero
Nacer y vivir a la orilla del mar, en un ambiente totalmente marinero donde reina el olor a salitre, a barco, a pescado y donde las conversaciones diarias están impregnadas por estos mismos elementos, es difícil no sentirse seducido por la idea de convertirte en marinero como ya hicieran tus abuelos, tu padre o tus tíos. Siempre sentí curiosidad por todo lo que hacían los mayores relacionado con la pesca: pintar el barco, arreglar el remo que se rompía, hacer calas, coser el chinchorro, empatar anzuelos o preparar el barco con todo lo necesario para salir a pescar en cualquier momento.
A la salida del colegio, una vez terminadas las clases, el lugar favorito para divertirse eran los charcos que aparecían con la marea vacía (baja). Siempre descalzo, con un trozo de hilo y un alfiler con la punta doblada como anzuelo, era el aparejo con el que pescábamos cabosos, barriguñas y algún que otro pejeverde.
En la carretera, antes no había calles ni coches que circularan por ella, jugábamos al trompo, el boliche, al tanga y al carro guiado con una manivela. Si nos sobraba tiempo íbamos y le quitábamos los huevos a los nidos de los pajaritos.
Con todos estos recuerdos y sobre todo con el recuerdo especial de tirarle de la falda a mi madre para que me cogiera y me escarranchara en su cuadril mientras yo me chupaba una criatura de azúcar y ella hablaba con Mercedes la de la tienda frente a la casa de mi abuela se marchó mi infancia y de ella no me quedaron más que unos recuerdos remotos.
A producir se dijo
A los 10 añitos aproximadamente, y porque las circunstancias así los exigían, tocaba empezar a asumir las primeras responsabilidades. Aparte de la escuela había que comenzar a producir para ayudar en la economía de la casa. Yo colaboraba echando una mano a mi tío Chano.
Mi tío Chano, por el que sentí un cariño especial por ser bueno, cariñoso, generoso y porque nunca tenía prisa, era alto, delgado, fumaba cigarros progreso que, junto con los fósforos y los cigarros que apagaba a medias, guardaba en su cachucha. Tenía un barco que se llamaba San Marcial, dos chinchorros- uno grande y otro chico- y unas cuarenta calas. El chinchorro grande para los lances largos: La Peñita, La Cueva y El Barranquillo y también para la zona de Los Ajaches (Playa Quemada, El Pozo, El Valle de la Casa o la Fuentecita); y el pequeño para los lances cortos: La Pila, La Playa del Medio, El Joyo o la Punta del Morro. Además de todo esto, también tenía mi tío Chano arneses para pescar de fondo cabrillas y otros pescados durante el día y congrios, briotas, morenas, conejos, sables y escalones durante la noche. Para coger bicudas y pejeraices tenía zocalas; caña para pescar voladores y poteras para los calamares; una gueldera grande para las fulas; un tubo de metal con petróleo y mecha para apresar cangrejo blanco y budiones; una guelderita pequeña para coger camaleones en los charcos que le servirían de carnada. Mi tío Chano guardaba los anzuelos en un cacharro con gofio en polvo para evitar que se llenaran de herrumbre. Todo este equipamiento le permitía cubrir las necesidades básicas de su familia, compuesta por 13 hijos y su esposa Ofelia además de un gato gris bien hermoso que se colocaba entre las piernas de mi tío a la hora de comer a sabiendas de que algo caería.
Mi tío no tenía aparentemente enemigos y era un hombre apacible pero cuando salía a pescar, si le nombraban al cura estaba dispuesto a volverse para su casa. Nombrar al cura era señal de muy mala suerte aunque nunca supe el por qué.
El lugar para las operaciones de embarque, desembarque y fondeadero era El Poril. El personal para las faenas de pesca dependía de la actividad que se fuera a realizar: tres o cuatro hombres, tres o cuatro mujeres, Manuel, Rafael y yo.
En la pesca no había sueldo fijo, si se cogía se ganaba. El reparto, se vendiese o no, se hacía bien por peso o bien por unidades, siempre teniendo en cuenta la unidad básica que era el montón y que a su vez se dividía en cuatro partes. A los hombres se les asignaba montón y medio, es decir, seis cuartones; a las mujeres tres cuartones y a los niños un cuartón.
El trabajo de nosotros, los más chicos, consistía en fondear el barco, lavarlo, tender las calas, recogerlas y levantarse a media noche e ir de puerta en puerta para que la gente se levantara porque había que ir de madrugada a calar y no teníamos despertadores.
Ya eres un hombrito
Con 14 años ya eras un hombrito, te decían. Se dejaba la escuela y había que elegir profesión. En La Tiñosa de aquellos tiempos no había mucho donde elegir. Se escogía entre ser costero como tu padre y como tus amigos o ser costero a la fuerza ya que no había otra opción. Yo quise ser costero pero mi madre y mis tías, que vivían en Arrecife, me convencieron para que me fuera con ellas.
En Arrecife estuve vendiendo plátanos y vino, trabajé de freganchín, de ayudante de cocina, de camarero y, finalmente, de carpintero hasta hoy.
Con 16 años, aproximadamente, volví a La Tiñosa y de mi juventud temprana me vienen a la mente los breves recuerdos de La Santa, por Santa Lucía, los recuerdos de los Carnavales, los de San Juan y la Fiesta del Carmen de esa época.
De Santa Lucía recuerdo que en casa de Amelia y Guillermina se reunía la gente para rezar el rosario a la Virgen y luego continuaban con una serie de juegos que se alargarían hasta altas horas de la noche. Los juegos eran variados: el de las calabazas, el juego de los pueblos y otros organizados por un amo y un criado que se escogían de entre los asistentes para organizar el acto.
Los juegos se desarrollaban de tal manera que el que perdía tenía que depositar una prenda (un anillo, un pañuelo o una traba del pelo) en poder del amo y al finalizar ese juego, cuando el amo lo estimara, se rifaría asignándole a cada prenda un mandato: un paseo con chico o chica, simular un casamiento, un pozo, una cadena o un cantar, y todo esto siempre entre una chica y un chico. El juego que más me gustaba era el de las calabazas y de los mandatos, el que más me gustaba era el de los cantares porque se transmitía simpatía o rechazo. En el juego, el truco estaba en ser rápido con el lenguaje para que el contrario se equivocara y depositara una prenda.
Si tocaba un cantar y entre el chico y la chica había amoríos, simpatía o feeling, como se dice hoy, podía suceder lo siguiente:
Él le cantaba a ella: “yo quisiera ser el clavo donde cuelgas el candil para verte al desnudarte y por la mañana al vestir”.
Y Ella contestaba: “eres mi primer amor y me enseñaste a querer, no me enseñes a olvidar que yo no quiero aprender”.
Hasta aquí, todo bien. Pero si la relación no era de simpatía podía suceder lo siguiente.
Ella: “la carta que me escribiste, vete a mi casa a por ella que mi madre se la puso de tapa a una botella”.
Y Él, para no ser menos, le contesta: “donde estoy, te estoy mirando y tú mirándome estás con esos ojos de trinca trinca, a mí no me trincarás”.
De este tipo de juegos salieron muchas parejas y hasta se llegaron a casar.
De los Carnavales de mi juventud he de decir que no había eventos organizados como hoy. Todo era espontáneo en cualquier momento del día y sin sometimiento a programas. Era un carnaval sin colorido, sin tanto postín ni exhibicionismo pero con la magia y la intriga de quedarte con las ganas de saber quién sería aquél o aquélla que se escondía, sin que se le pudiera ver ni las uñas, en el interior de tanto ropaje y que además distorsionaba la voz y el caminar para no ser reconocido.
Cuando se salía a la calle lo hacías de una casa que no fuera la tuya o de las afueras del pueblo para despistar a quien luego se llevaría un palito cariñoso o si era de mucha confianza se le amargaba el día con bromas.
San Juan era fiesta de playas, asadero de piñas y postre que eran por excelencia la sandía y los higos picones.
Los tiñoseros no acostumbrábamos a bañarnos en las playas. Nuestro lugar habitual para el baño era entre El Poril y Los Afrechos (Cagafrecho, como decíamos): El Poril, marea de Siña Celia, Los Afrechos y en el canto de Los Afrechos, La Bodega.
La zona de las playas, principalmente Las Puntas, era más frecuentada por la gente del campo, Tías y Mácher. De hecho, las primeras chabolas de piedra que allí se hicieron, una en la punta de barlovento era de Cristóbal Cabrera Mesa, de Tías; otra en la punta de sotavento, de Antonio el canario, de Tías también y una tercera, sobre la loma de la misma punta, hecha de cantos era de Rafael Cabrera, de Mácher. Más tarde se construyó otra chabola pero ésta era de madera de color gris y pertenecía a un tal Matías García.
Lo pintoresco de toda la gente que llegaba del campo a las playas era que lo hacían en burros y camellos, que asaban piñas y que consumían una cantidad enorme de higos picones. Al caer la tarde se hacían los últimos asaderos y se bañaban a los burros y camellos.
Fue al inicio de los años 60-61 cuando el ambiente creció en la zona de las playas con la construcción de la primera instalación moderna de restauración, el merendero Las playas de don Juan Viera, natural de Masdache y al que nunca se le ha hecho ningún reconocimiento por tan brillante idea y que fue apoyado incondicionalmente por las autoridades de aquel entonces. La llegada de personas creció tanto durante el verano que la ocupación se extendió por toda la zona de las playas hasta La Peñita.
Fiestas del Carmen a finales de los años 50-51
Las fiestas del Carmen de los años 50-51 tenían fama de ser buenas, con la particularidad, al igual que hoy en día, de ser las únicas que se trasladaban al mes de agosto haciéndolas coincidir con la llegada de los pescadores que regresaban de Cabo Blanco.
Las fiestas se desarrollaban a lo largo de la carretera, entre el arbolito de siña Adela y el cruce del cavaero, bajo un manto espeso de banderitas de papel que cuando eran agitadas por el viento emitían una musicalidad especial. La gente realizaba un paseo de ida y vuelta a lo largo de esta carretera y los chicos, bien a la ida o bien a la vuelta, se arrimarían a la chica que pretendían.
Los lugares para tomar copas eran las tienditas, el bar de Manuel Viña, la cantina de Perico el cojo- como se le conocía cariñosamente- y la casa de siño Félix el de Tías. Las bebidas de la época, que yo pueda recordar, eran: para los hombres, vino, ron blanco de garrafones, coñac Malla blanca, cazalla y poco más. Para las mujeres y los niños, si sentaban en una mesilla, había agua de Moya y vaya vaya.
Las procesiones, plato fuerte de las fiestas, tanto de la Mar como de la Tierra, eran muy concurridas. Acudían personas de todo el municipio y participaban con mucho fervor durante todo el trayecto, rezando, cantando y vitoreando con “vivas y más vivas” a la Virgen del Carmen y eran animadas con voladores que desprendían un inmenso olor a pólvora.
A lo largo de los 60-65 las fiestas decayeron hasta quedar reducidas a su mínima expresión y con la duda de si al año siguiente podrían celebrarse porque nadie quería hacerse responsable de las mismas.
La mili y las fiestas del Carmen posteriores
En marzo del 67 me fui a la mili obligatoria por la marina durante 21 meses. Tuve un servicio militar muy ajetreado, viajando mucho. Era la primera vez que salía de Lanzarote y había que aprovechar la oportunidad: en Cádiz y Madrid, 4 meses; en Filadelfia- Estados Unidos- en el porta-helicóptero Dédalo, 4 meses; en Guantánamo -Cuba- 1 mes; y definitivamente regreso a España a mi destino final en la base naval americana de Rota- (Cádiz). Visité los puertos más importantes del litoral español y el de Toulouse (Francia), concluyendo, unos meses más tarde, mi servicio militar y regresando a Lanzarote en diciembre del 68.
Cuando llegué a La Tiñosa se comenzaba a notar el cambio en el ambiente. Los turistas empezaban a visitar todos los rincones del pueblo y cámara fotográfica en mano inmortalizaban todo aquello que les llamaba la atención. Muchas eran las cosas que les resultaban curiosas: ver cómo se tendía el pescado, un chinchorro secándose, un marinero con el pantalón remangado y mojado hasta la cintura, un chinijo desnudo y descalzo corriendo por la carretera de arena o una persona mayor sentada en el chaplón de su puerta o asomada al postigo.
El trasiego de gente por todo el pueblo aumentaba día tras día, atraídos por el cambio y la transformación que el turismo estaba provocando. Como consecuencia de todo este trasiego, comenzaron a aparecer los primeros restaurantes: el 3 copas, el Victoria In, el Chihuahua o El burro.
A las tienditas tradicionales se les sumó el supermercado de Eufracia, en el cavaero, y, un poco más tarde, el supermercado de Marcelo.
El pueblo de La Tiñosa, en los primeros momentos de la llegada del turismo, carecía de la más mínima idea de organización para hacer frente a lo que se avecinaba. Era un pueblo que se limitaba a mirar lo que estaba pasando a su alrededor y a ser amable y cariñoso con los turistas. Apenas sin conocer de nada a los nuevos que llegaban, se hacían amistades con facilidad.
A los pocos días de llegar de la mili conocí a Don Luis el cura que, al igual que yo, también estaba recién llegado a Tías. Don Luis enseguida se ganó la confianza de todos. Era joven y venía con ganas de trabajar por un pueblo al que le iba a hacer mucha falta su ayuda. Aparte de sus actividades religiosas, animaba a los jóvenes a desarrollar trabajos en beneficio del pueblo. A los mayores, con la ayuda del Pater- cura de los cuarteles de Arrecife- les promovió la constitución de la Asociación de Cabezas de Familia siendo su primer presidente Federico Arrocha. Esta asociación se transformaría más tarde en la Asociación de Vecinos para darle cabida también a los jóvenes y que fue, si no me equivoco, la segunda que se constituyó en Lanzarote, después de la de Arrecife.
Una de las primeras acciones de la Asociación de Cabezas de Familia fue colaborar con don Luis el cura en la finalización de las obras de la Iglesia, que en aquel entonces estaba inacabada y bastante deteriorada y que con ayuda del danés Neil Prahm, que en esos momentos iniciaba la que hoy se conoce como Residencia de Los Mojones, logró fortalecer los cimientos, vestirla tanto por dentro como por fuera y ponerle ventanas y techo ya que nunca había tenido.
Por otro lado, los jóvenes nos ocupábamos de participar en otras muchas actividades: encuentros con jóvenes de otros pueblos, campañas de limpieza, plantación de árboles o colaboración en otras acciones sociales como la fiesta de la tortilla organizada por el Pater en la Playa Grande con motivo del Día del Subnormal (posteriormente llamado Día del Deficiente), donde participó el artista tinerfeño Julio Viera que pintó un cuadro al que denominó El cristo de la tortilla y que posteriormente fue subastado entre los asistentes para recaudar fondos benéficos; y también la organización y participación el Domingo de Ramos en la romería de La Burrita con recorrido desde La Tiñosa hasta Tías.
No puedo olvidarme de un grupo de universitarios y de otra gente de aquel momento que vino desde Arrecife, quizás por el reclamo y la polémica generada por el cierre de una calle en proyecto- en lo que hoy es la calle Bajamar- y que suscitó muchas protestas. De ese grupo y de otra gente que llegó de fuera con la intención de echar un cabo en nuestro trabajo por el pueblo, me quedo con los recuerdos y la amistad entrañable de Andrés Barreto, su hermano Marcelo, Félix Martín Hormiga, Nazario de León y su mujer Carmen Rosa que en aquella época trabajaba para el Instituto Social de la Marina y que tenía mucho contacto con los marineros.
Con respecto a la Fiestas del Carmen, a finales de los 60, estaban muy decaídas y existía la duda- como dije antes- de si se seguirían celebrando pues dependía de que alguien, de forma voluntaria, las iniciara y con libreta de cuadritos en mano fuera pidiendo de puerta en puerta la voluntad a cada vecino: 5, 10 o 15 pesetas. Además se corría el riesgo de que alguno de ellos, con reproche, no te diera nada porque el año anterior no le habías puesto banderita de papel sobre su casa. Hacerse cargo de las fiestas en aquel entonces era muy duro.
En el año 69, un grupo de 10 o 12 jóvenes- entre los que me encontraba- animándonos unos a otros, decidimos coger el toro por los cuernos y encargarnos de las fiestas. Analizamos la situación y emprendimos el viaje. Ese año al programa tradicional de las procesiones, las banderitas de papel y los voladores, incorporamos un enorme ventorrillo benéfico con la finalidad de cubrir gastos complementarios.
A la procesión terrestre con sus rezos y vítores, se añadió la Banda de Cornetas y Tambores de los Cuarteles de Arrecife que acompañó durante todo el recorrido a la Virgen creando una gran expectación y bullicio.
En el periódico de la época, El Eco de Canarias, leímos la noticia de que en Galicia, por no sé qué fiesta, se llevaría a cabo la sardinada más grande del mundo y nosotros nos dijimos: “Si en Galicia se hace la sardindada más grande del mundo, nosotros podemos hacer la sardinada más grande de Lanzarote”. Y la hicimos.
Con el ventorrillo benéfico, que fue todo un éxito económico, con la Banda de los Cuarteles que le dio alegría a la procesión y con la sardinada y el vino que todo lo desbordó, se consiguió el primer objetivo: potenciar las fiestas y darles continuidad.
Al año siguiente, 1970, las mismas personas y con más participantes, decidimos seguir con lo empezado. El programa aumentó, y, a la procesión marítima, le incluimos la ofrenda floral a los marineros fallecidos. Se cambió la Banda de los Cuarteles por otra también de cornetas y tambores, la de los Jóvenes de Arrecife. Añadimos al programa una semana cultural, a los voladores y cohetes tradicionales incorporamos algo de fuegos artificiales con colorido. Del ventorrillo benéfico se pasó a tres ventorrillos particulares. Y con todo ello, el ambiente creció año tras año.
En el año 1972, como colofón a esta etapa iniciada, llegó el certamen de elección de Miss Fiestas del Carmen, resultando elegidas Saro Pérez, Miss Juventud; Mari Elsa Montelongo, Miss Simpatía y Lusa Hernández, Reina de las Fiestas. Este último título, Reina de las Fiestas recayó en 1973 en Malola González.
Y, en 1974, el título de Miss Fiestas del Carmen se cambió por el de Miss Verano. Las galardonadas de ese año fueron: Lela Rodríguez, Miss Simpatía; Selle Cuadrado, Miss Juventud y Fátima López, Miss Verano.
Este acto se coronó con la actuación estelar de Los Rumberos del Carrizal traídos especialmente para tal acontecimiento.
En el año 1978, siendo Marcelo Machín presidente de la Asociación de Vecinos, decidimos, por falta de espacio, trasladar al Varadero las fiestas desde el lugar en el que se estaban celebrando hasta ese momento, entre la farmacia y El Cangrejo Rojo.
En el Varadero construimos un recinto con mano de obra voluntaria y un esfuerzo sobrehumano. Marcelo, tres horas antes de comenzar las fiestas, abandonó por agotamiento durante tres días. A mí me creció la barba que he mantenido hasta el día de hoy.
Y fue en 1979 cuando se cambió la sardinada por el sancocho, los 5 o 6 ventorrillos que había hasta entonces pasaron a ser 10 o 12, los feriantes llegaron en masa, los fuegos artificiales cobraron su máximo esplendor y se desbordó la participación de toda la juventud del pueblo.
Se puede decir, sin menospreciar nuestro pasado festivo, que en el año 69 se sentaron las bases de lo que han sido las Fiestas del Carmen los últimos 43 años.
Para finalizar, quiero desearles a todos unas felices Fiestas del Carmen. Este pregonero, nacido en estos alrededores y en una casita de mínimos- como dije al inicio-, testigo del pasado en las últimas seis décadas, sólo pretendió recordar algunos aspectos de su memoria personal y de su compromiso como vecino de este pueblo.
Deseo hacer un reconocimiento especial a todos los jóvenes de mi época que participaron en la organización y desarrollo de las fiestas en las distintas comisiones de trabajo que se constituyeron: comisión económica, comisión de la semana cultural, comisión de deportes, comisión de juegos de envite, comisión de fuegos artificiales, comisión de verbenas de pago y de amanecida, comisión de ventorrillos y recinto ferial, comisión de banderitas y decoración del pueblo, comisión de actos religiosos, comisión de asadero de sardinas y posteriormente del sancocho y comisión de actos escénicos. En definitiva, a todo el potencial activo de los jóvenes del pueblo de aquellos momentos que, con el entusiasmo y la alegría de rendirle honores a la Virgen de los marineros, hicieron posible que hoy sigamos disfrutando de estas maravillosas Fiestas del Carmen.
¡Viva la Virgen del Carmen!
¡Viva la fiesta de los marineros!
¡Viva la comisión de fiestas!