Fuente: Saúl Roja
En los manuscritos del párroco don Andrés Curbelo rezaba que sobre 1730, en una pequeña isla extraviada en medio del océano Atlántico que llevaba por nombre Lanzarote, la más oriental del archipiélago canario, paraíso terrenal, la naturaleza ejecutó una devastadora sinfonía compuesta de acordes explosivos y ritmo rápido que barrió con la isla. La tierra se resquebrajó en las cercanías de Timanfaya mientras su estómago vomitaba una corriente de lava que se deslizó y corrió pulverizando todo lo que encontraba a su paso. Hace ya casi dos siglos que los latidos del corazón de la tierra comenzaron a mutar el semblante y la naturaleza de Lanzarote. Este accidente fue el único responsable de que a mediados del siglo XX cineastas y productores pusieran sus ojos en la denominada hoy isla de los volcanes con el único de fin de que sus paisajes formasen parte de los negativos que componen la interminable historia del séptimo arte. Los realizadores replegaron sus cámaras recorriendo la isla de norte a sur: desde Haría hasta Playa Blanca pasando por Guatiza, Teguise y Arrecife. Se detuvieron en El Golfo, corrieron por la playa de Famara y pasearon por La Geria para acabar alojándose en el municipio de Tías.