Félix, el zapatero

Publicado: 25 junio, 2024 en Félix el zapatero

Fuente: Retrato en la pared
Autora: Concha de Ganzo

Un soldado con aspecto endeble, volátil, como si no estuviera en este mundo, se acerca a una de las estanterías ordenadas de aquel viejo almacén y coge una libreta nueva. Una libreta de hojas blancas con una raya roja al final. Una raya fina que sirve para separar los espacios. Es una de esas libretas que se utilizan para apuntar los víveres, las cuentas en las tiendas de ultramarinos, en las ferreterías. Lo que se debe, lo que se ha pagado. La libreta de las deudas, de las existencias. En aquel viejo almacén de uso militar se utilizaban ese tipo de libretas, especialmente para contabilizar las carencias.

Félix Hernández la usa para anotar de manera meticulosa la lista diversa de mercancías que traen los camiones de abastecimiento. En un lado escribe con buena letra, generalmente con pluma o un lápiz de punta afilada, toda la ropa que ha llegado, el número exacto de pantalones, camisas, botas, las tallas: pequeñas y grandes, y hasta el buen o mal estado de los uniformes y del calzado. Junto a las prendas añade una “b” o una «d». Buena o deficiente.

También debe ordenar las mantas, los calcetines, las guerreras, los abrigos. Quizás una de las prendas más valoradas por las tropas fueran los calcetines de lana. Lana gorda que sirve de coraza fina contra el cuero áspero de las botas de soldado, que nadie se quita. A pesar del escozor y las llagas, porque sin ellas no se podría avanzar. Ni se podría mantener el ritmo apresurado al que obligan a la tropa en aquellos viajes a ninguna parte, de una a otra estación. De un pueblo oscuro al frente y desde la trinchera, vuelta atrás. A la casilla de salida.

Los calcetines de lana: escasos, arratonados, vencidos, y, aun así, llegaron a convertirse en el mejor consuelo, en el único bálsamo, para atenuar el frío y los sabañones. A los muertos siempre se les quitaban los abrigos y las botas. Tampoco se desdeñaban los calcetines. Sus cuerpos abandonados aparecían envueltos en hojas secas, algo de tierra y tal vez rastros de lástima. Pero fueron tantos, que a muchos se les acabó la lástima, aunque costaba reconocerlo. Y terminaron por ser solo muertos agujereados al borde del camino. Detrás de una tapia.

En medio de aquel desamparo, que se extendía por los dos bandos, la labor esencial de este soldado del ejército franquista consistía en mantener el orden, el orden dentro de aquel caos: de la falta de material, de los estantes vacíos, de los camiones que no llegaban. Y las peticiones urgentes, con las que aliviar el pesar en aquellos días oscuros, como el tabaco de hebra, el papel de fumar y las cartas. Y por supuesto las medicinas, pero ese cargamento pasaba directamente a farmacia y dependía del médico de guardia. Aquel soldado meticuloso solo se encargaba de recoger las cajas, contarlas y dejarlas sobre el mostrador de la enfermería.

Félix Hernández se propuso establecer unas normas básicas, fijar unos objetivos. Un punto de partida y de llegada. Las claves necesarias para actuar en medio de aquel laberinto, de ese pozo oscuro y sin fondo. No estaba preparado para mirar de frente aquel disparate continuo. Necesitaba serenar su miedo, dedicar su energía a otra cosa: el desorden le provocaba malestar, una angustia que no conocía y que se había instalado en su estómago, y que a veces trepaba más alto hasta rozar el corazón. Entonces entendió que su aportación a la salvación de la patria y también la única manera que vislumbró para no caer fulminado estaba ahí: debía vencer al caos. Esa sería su estrategia, su nuevo propósito. Debía ordenar de alguna forma todo lo que le rodeaba.

No le importaba contar y volver a contar los objetos. Sacar las prendas de las cajas, extender la mercancía sobre una mesa vacía y ordenarla nuevamente. Su misión era revisar y enumerar todo el material que llegaba hasta aquel mando procedente de otras provincias más ricas o solo con más suerte, y tenerlo listo. Y bien clasificado.

Los pueblos estaban devastados, con enjambres de gente que iban y venían sin nada entre las manos. Los hombres aptos para el combate habían tenido que dejar a sus familias, sus huertas, sus animales, los barcos varados, y estaban en el frente. Los viejos o tullidos permanecían en la retaguardia tratando de sobrevivir.

El hijo del zapatero de Arrecife comenzó el camino formando parte| de la legión de convencidos. Convencidos con las proclamas de los sublevados: era necesario acabar con la plaga de rojos. Los rojos y su empeño en socavar los valores tradicionales, en exterminar a las familias cristianas, familias de bien. Entonces, Félix Hernández creía que aquellos hombres eran unos demonios sin alma y había que frenarlos. Fiel a sus principios solo buscaba evitar el desastre.

Un barco lo llevó desde Lanzarote hasta Las Palmas de Gran Canaria y desde allí a Cádiz. Después, con otros miles de soldados, pasó gran parte de aquel conflicto recorriendo la Península, a la caza del enemigo.

Metidos en trenes abarrotados, asfixiados como ganado camino del matadero, Félix, el zapatero (siempre lo llamaron así), se encontró con otros chicos de dieciocho años como él, dispuestos a luchar por la patria, por mantener las buenas costumbres. Otros, más cabizbajos, fueron obligados a participar en la contienda; de lo contrario, podrían ser acusados de traidores y acabar delante de un pelotón de fusilamiento.

Y así, después de un viaje agotador, la marabunta de soldados terminó en un pueblo de Salamanca. Sin darle tiempo a asimilar su nueva situación, Félix Hernández se vio envuelto en una batalla. Sobre su cabeza volaban las balas, el estruendo de las granadas de mortero. Buscó con afán la estampita de la Virgen que le había dado su madre, la abrazó, cerró los ojos, y al instante notó que algo terrible había pasado a su alrededor. Dos soldados de su batallón estaban muertos, a un lado y al otro, y él en medio. Seguía vivo de milagro. Tocó varias veces a sus compañeros para comprobar si aún respiraban, pero no.

Félix Hernández contempló por primera vez los efectos perversos de la guerra. Aquellos artefactos rellenos de pequeñas esferas metálicas, bolas grises empacadas, ordenadas en el interior de una pequeña armadura, estallaron descontroladas dejando un rastro de pánico y muertos. Apenas un instante, y la ristra de granadas se rompe en pedazos, fragmentos de metal, esquirlas que se clavan, atraviesan paredes y se incrustan en la piel, en la cabeza, en los ojos, en el corazón. Hasta que el otro, cualquier otro, se convierte en un ser inerte, un cuerpo frío, salpicado de sangre y de virutas punzantes.

El zapatero de Arrecife seguía paralizado. Su cabeza no aceptaba esa nueva realidad. Tal vez se encontraba viviendo una pesadilla. Lo que veían sus ojos no podía estar pasando. Y allí, en medio de aquella guerra sin cuartel, Félix Hernández se puso a rezar.

No se acuerda bien cómo logró salir de aquel campo de exterminio. Estaba cubierto de barro y de la sangre de otros combatientes con menos suerte. Dos de ellos -de eso no se olvidó jamás-, habían venido con él desde Lanzarote. Uno era de Mácher, y el otro del sur, cree que de Yaiza. La contienda mostraba su peor cara, y él no estaba preparado para esa tragedia.

Con el paso de los días, de las semanas, se volvió cada vez más callado. Siempre fue un hombre reservado, le gustaba más el silencio que las largas charlas. Él prefería quedarse en un segundo plano, escuchando lo que decían otros. Y simulando que algo de aquello podía interesarle.

Fue en uno de aquellos viajes largos, eternos, en el que la tropa tenía que trasladarse a un nuevo destino, cuando se le ocurrió empezar a escribir un particular diario de bitácora. Como un marinero en tierra, decidió coger uno de aquellos cuadernos finos, de tapa azul, diseñados para dejar constancia de la lista de objetos, las mercancías que llegaban al puesto, y lo transformó en el manual perfecto con el que combatir aquel inmenso caos.

Aquella tarea constante, rutinaria, se convirtió en su tabla de salvación. Los mandos no dejaban de dar órdenes, de enviar a aquella maraña desastrada y sin aliento de un sitio para otro. Y cuando alguno caía herido, o muerto, entonces aparecía un nuevo reemplazo. Un alférez por un teniente, un cabo por un sargento. De Palencia partían rumbo a Santander, y desde allí atravesando pueblos difuminados por la noche oscura llegaban agotados a un nuevo paradero.

Félix Hernández no soportaba aquella confusión. Tanta incertidumbre, tantos muertos. Y decidió establecer un cierto orden por lo menos en su libreta.

Le gustaba poner la hora de salida de su Compañía, con los minutos exactos, el lugar de llegada, dónde dormirían. Una y otra vez, aquel soldado taciturno, agachaba la cabeza, sacaba su lápiz de carpintero y escribía en su diario:

-8 de junio. El batallón parte a las 11 horas en tren hacia Herrera de Pisuerga en Palencia. Se llega el día 10 a las dos de la mañana, permaneciendo en este pueblo hasta el día 27.

En otra hoja de su diario puede leerse:

-Kilómetro 14 de la carretera de Teruel. Se avanza bajo el fuego intenso de armas automáticas, y de tanques. El batallón toma posición en el cerro de San Cristóbal. Ese día se contabilizaron veintidós heridos y dos muertos. Entre los heridos cabe destacar al alférez José López. Se incorpora al batallón procedente de la Quinta División de Navarra, el alférez Germán Pedros.

No hay emociones, no hay espacio para el miedo, para la pena, solo el trasiego de los soldados de un lado a otro. A Félix Hernández le sirve esta estrategia para no pensar, para no ponerse a llorar por lo que está viviendo.

Después lo destinaron a Estella, y allí, primero como responsable del almacén y después como jefe de cocina, dio rienda suelta a su inmenso quehacer: dejar constancia, de una manera ordenada, de todos los objetos que llegaban y se descargaban en aquel recinto militar. Las libretas con una raya roja al final, una línea fina que marca un espacio pequeño, ajustado, de arriba abajo, en el que se deben escribir las cantidades, los números exactos, se convirtieron en su tabla de salvación. Rellenar aquellas libretas, su particular diario de guerra, fue la luz que le permitió seguir en medio del conflicto. Y no sucumbir.

Nunca se atrevió a escribir una nueva certeza: los combatientes, aquellos combatientes con los que compartía los viajes en tren, y también los otros, los que vio a lo lejos, los que vio amontonados sobre el barro, formando hileras al amanecer, empezaron a perder el color. Ya no había rojos, ni azules. El color se desteñía. Entonces llegó a pensar que el arco iris se había olvidado de pintar este cielo.

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