Fuente: Retrato en la pared
Autora: Concha de Ganzo
A las 19 horas, el batallón emprende la marcha para relevar al Tercio de Mola de sus posiciones. Bajo fuego de metralla enemiga se alcanza el objetivo. A consecuencia del combate resultan heridos seis soldados, un sargento y dos cabos. Cinco de los soldados son evacuados, los demás se quedan en la Compañía, al tratarse de heridas leves.
Ese día, el diario de Félix Hernández no añade ninguna otra novedad.
Y así, en una sucesión de fechas, horas y número de heridos y muertos, el hijo del zapatero de Arrecife sigue aferrado a la vida. A esos retazos de vida que resisten después del paso de la guerra. Sus apuntes metódicos, exactos, escritos con pluma y otras veces con bolígrafo azul, van componiendo su retrato de un conflicto que lo envuelve todo. Una tela de araña creada a base de tablas periódicas, regueros de sangre, salidas y llegadas a poblaciones sonámbulas, apuntes breves en una libreta de vendedor ambulante, de comerciante de ultramarinos, de alquimista empobrecido. Una libreta que lo salva de la ciénaga, de hundirse en el barro, lo aísla del dolor que crece a su alrededor y lo mantiene a flote.
A Félix casi le da pena abandonar Estella. Se había adaptado a aquella realidad, los quehaceres diarios, la elaboración de la comida con los escasos ingredientes, y después contar: tejer y destejer la lista de conservas, de latas de aceite, de sal y azúcar, granos de café, achicoria, licores. Y lo mejor, repartir la comida que sobra entre aquellas mujeres enlutadas con niños de la mano que se acercaban cada noche a la puerta de atrás de su cocina.
En mayo de 1939 introduce un tema novedoso en su diario. Escribe sobre las prácticas que hace su batallón preparando el gran desfile de la Victoria que tendrá lugar en Madrid, con la presencia del Generalísimo. Su batallón forma parte de las fuerzas que componen el Cuerpo del Ejército de Navarra. Esta vez se olvida de detallar las horas que tardaron en llegar hasta la capital. Sí explica que la Compañía esperó en el campo de aviación de Vallecas y les pasó revista Andrés Saliquet y Zumeta, jefe del Ejército del centro.
El desfile militar en el que participó aquel soldado de Lanzarote fue la escenificación grandilocuente del triunfo definitivo del bando sublevado contra el Gobierno de la República, el éxito del general Franco que apareció rodeado de sus grandes valedores, Queipo del Llano, José Sanjurjo y Emilio Mola. Todos con la mano alzada en un momento de exaltación de los valores de la patria: una, grande y libre.
En abril había acabado la guerra, pero no había empezado la paz. En realidad, fue el comienzo de una dictadura que no tuvo piedad contra los vencidos. La contienda dejó a un país aletargado, empobrecido y tiritando de miedo.
Félix Hernández recuerda que ese día, el 19 de mayo de 1939, al terminar el desfile las tropas pudieron disfrutar de una jornada de asueto. Él, perdido en medio de la marabunta, aturdido ante los fuegos de artificio de aquella fiesta de fanfarria, de pomposidad, decidió buscar una iglesia y escuchar misa. Lo hizo en silencio, y al final, cuando el resto de feligreses abandonaron aquel templo sombrío, se puso a llorar. Por los muertos que había conocido y por los que no. Por todos los nombres que apuntó en sus cuadernos, especificando su lugar de procedencia, el día y la hora en la que habían caído. Lloró por todos los muertos. Por aquella sinrazón.
Félix Hernández necesitaba aferrarse a algo más, tal vez a su fe, a su idea de seguir ayudando a los débiles, fueran de un bando o de otro. Entonces no se dio cuenta, ni fue capaz de escribir en su diario de campaña una línea contando sus sensaciones, el deseo que tenía de regresar a su casa y ponerse a trabajar. El hijo del zapatero de Arrecife que volvió a Lanzarote fue otro. Una persona que decidió olvidarse del hedor de la contienda, de los colores, del odio recalcitrante y apostó por rescatar a los pobres de sus guaridas, salvar a niños desnutridos y volver a repartir la comida, todos los suministros posibles entre aquellas familias olvidadas, que cada día veía desde lejos rondar por la puerta de atrás.
Al hijo del zapatero le costó mucho tiempo y una fortaleza que desconocía para atreverse a contar a sus hijos algo de lo que había ocurrido en aquellas tierras. Les habló del paisaje, del nombre de las calles, de los edificios más elegantes, pero prefirió callar el otro lado, la furia, las muertes, las veces que disparó al aire, y después se arrepintió. Solo alguna vez, ya mayor, fue capaz de rescatar aquel viejo diario y mostrarlo. En su cubierta puede leerse: «Con 18 años me llevaron a la guerra. Nos llamaban la quinta del biberón. Lo único positivo que saqué de esto es que conocí muchos pueblos y provincias del norte de España. Aunque no en circunstancias muy agradables. Para contar lo que sucedió tendría que hacerlo personalmente, aquí no tengo espacio».








