Fuente: Los secretos de la vida. «Doce miradas sobre la historia de Tías». Textos. Concha de Ganzo
La sonrisa delicada
Sonríe con esa risa franca, amplia, que contagia. Sonríe a pesar de todo. De haber pasado tanto. Ángela Pérez es de esas mujeres singulares con las que se puede pasar una tarde entera o más hablando de cualquier cosa.
Con Ángela Pérez siempre se aprende y al final sonríes a la vida y lo vivido. Lo cuenta todo de una manera tranquila, sosegada. Cuenta por ejemplo cómo aprendió a coser, y a plantar tomates, colocando piedras encima de la mata, y después recogiendo el fruto, empaquetando. Sin horarios, sin reloj. Antes el amanecer marcaba el paso, una breve tregua para comer algo, poco, y seguir caminando a pasos lentos. Tratando de esquivar obstáculos algunos tan altos como montañas o tan profundos como fosos negros.
Ángela menciona mucho a su madre: Guillermina Fernández. Esa mujer que no sabía leer ni escribir pero que era capaz de explicar el mundo, y sus secretos. Una vez contó que durante un tiempo tuvo que usar gafas, y en una de esas, se le rompió la patilla, y jamás volvió a utilizarlas. Se había curado. Eso dijo, y así fue.
La hija de Guillermina se queda embelesada. Se acuerda de aquellos años. Ruines y maravillosos. Y así, sin querer, dibuja el retrato de un mundo que ya no existe. Una realidad que se escapa entre los dedos de la mano.
Mirar atrás supone quedar hechizado por esa tela fina que define a la nostalgia. Es difícil detenerse en los nubarrones, en la calima densa. La nostalgia suele retocar lo vivido, y entonces es mejor creer que aquel mundo palpitante y áspero no fue tan malo.
Los años ruines en Tías y en Lanzarote están marcados por la falta agónica de agua. Una realidad que marcó la vida de tantos, de los que menos tenían. Y todos aprendieron a enfrentarse a esas carencias sin quejas. Ni lamentos.
La vida se convirtió en un camino largo, polvoriento. Se vivía envueltos en grises casi negros. Sin agua, sin mucha comida, y con mucha imaginación para engañar a las carencias.
Ángela Pérez cuenta que se hacía las bragas con la tela tosca de los sacos blancos de azúcar que venían de Cuba: «había que quitarles una marca roja que llevaba el saco y en la que ponía azúcar refinada de Cuba. Eran bragas para usar a diario, después teníamos otras mejores para los días de fiesta y para ir a misa».
Vuelve la risa. La carcajada que se extiende por aquella realidad que hoy resulta tan inaudita, de otro mundo. Un mundo de escozores, mezquino y que ella ve de otra forma, con más luz.
Esta mujer de sonrisa amplia, delicada, no renuncia a seguir disfrutando de los días, entre destellos y nubarrones. Siempre hay que seguir caminando. Se acuerda mucho de su marido: Carmelo, un adelantado a su tiempo. Fue el primero en comprar una radio y en construir d primer baño que tuvo una casa en el pueblo de Tías. Los vecinos no entendían aquella temeridad, esa ocurrencia maloliente: defecar dentro de la vivienda. Siempre se había hecho fuera, en el corral de las gallinas. La imagen vuelve a retumbar. Dan pena aquellas gallinas obligadas a asistir impávidas a ese trajín.
Habrá que reconocer que hablar con Ángela Pérez supone disfrutar de una charla entretenida, aprender de esas grandes historias que regala como joyas inesperadas. Y volver a reír como la mejor manera de recordar aquellos años. Para ella entrañables, quizás hasta felices, desde este otro lado, demasiado toscos, raídos, como telas deshilachadas.
Debajo de una higuera sombreada, Ángela pasa la tarde. El encuadre derrama ternura, dan ganas de quedarse mirando, y seguir ha-blando o no. En ocasiones se agradece el silencio. Ella parece el dibujo colorista de una postal. La postal de un viaje que mereció la pena.
Ángela cuenta que se hacía las bragas con la tela tosca de los sacos de azúcar que venían de Cuba








